Piqué sería un traidor, un futbolista infiltrado. Es la sinrazón por la que se le abuchea hasta en los entrenamientos, haciéndosele expiar sus posiciones políticas, pero sobre todo exagerando la batalla iconoclasta de los sentimientos primarios y de sus correspondientes estandartes. Bien lo sabe el Barça -eso sí es grave- articulando un viejo eslogan de Salazar: Dios, patria y fútbol.
Nos preguntamos sobre la idoneidad de Piqué cuando el delantero centro de la selección ha sido tantas veces brasileño –Costa decidió in extremis renunciar a la canarinha- y cuando nuestro feliz equipo de baloncesto recurre a una estrella montenegrina, Mirotic, o aloja en el banquillo a un entrenador italiano. Sería impropio que reclamáramos a Scariolo emocionarse con nuestro himno. Hemos recurrido a él en cuanto profesional. Tan profesional que nos ha hecho tricampeones de Europa alineando entre sus filas a un pívot de Congo llamado Serge Ibaka.
Todavía sobrevive en la memoria de algunos el trance de su pintoresca "naturalización" porque se ocupó de anunciarla el ministro Blanco como quien convierte a un gentil. Lo hizo cometiendo un divertido desliz "Me enorgullece anunciar que hemos nacionalizado a Ikea".
Resultaba llamativo que un gobierno socialista hubiera asimilado el imperio sueco del mueble, pero la aclaración inmediata de Blanco deshizo el malentendido. Y nos parecieron muy bien los rebotes de Ibaka, como nos entusiasmaron las proezas de Johan Mühlegg hasta que el escándalo del dopaje le despojó del seudónimo de Juanito.
Cuentan que Michael Robinson –puede que la anécdota sea apócrifa- se mofó del himno de Irlanda pensando que era el de Polonia. Siendo él inglés, le habían encontrado en Eire un remoto antepasado que justificaba su alineación con los irlandeses, pero no le dio tiempo ni a conocer el himno. "No te rías, que es el nuestro", le observó un "compatriota".