Reprochamos a San Fermín sus excesos y su brutalidad. Y pretendemos constreñirla a un ejercicio de pedagogía social. También la fiesta, despojándola así de su razón de ser, el hedonismo. Y pretendiendo castrarla en su idiosincrasia hiperbólica.
Antes de hacerlo, bien podría convenirse que San Fermín representa un estado de excepción. Esta evidencia festiva, evasiva y etílica no implica que deba suspenderse el código penal, pero desde luego obliga a la suspensión del código moral.
E impresiona cómo intenta aplicarlo la progresía desde una autoridad ética que se arroga ella misma por derecho natural. Y cómo los partidos más a la izquierda se y los opiniatras de pulserita conjuran en su cursilísimo buenismo para caricaturizar los sanfermines como un pasaje infernal de hecatombes y violaciones.
De ahí que haya prosperado la ambición de prohibirlos. Y de restringir los comportamientos que escapan a la alegoría del mundo feliz. Todos hermanos como en un anuncio de Benetton, no te jodes.
Vine ayer a Pamplona en un tren repleto de mexicanos, estadounidenses. Había unas familias de la India. Y madrileños de uniforme sanferminero. Niños. Mayores. Y no tenía uno la sensación de viajar a Sodoma y Gomorra. Ni parecía que los pasajeros estuvieran sugestionados por arribar a la ciudad de la depravación, de la testosterona desbocada, del gran akelarre del dios toro.
Y es verdad que aquí, en Pamplona, San Fermín concede indulgencia. No para el quinto ni el séptimo mandamiento, pero sí, desde luego, para los pecados capitales. Que son siete, como el 7 de julio, y que hemos venido a observar, a rajatabla, antes de que el clero laico e integrista convierta los colores rojo y blanco de San Fermín en la alegoría de la prohibición.