Lo demuestra que se le haya inscrito en la corriente de minimalismo sacro, pero no conviene vincular en exceso a Sofia Gubaidulina con las categorías o las familias, pues ha sido siempre una autora iconoclasta.
Y más que iconoclasta, irresponsable. Así la degradaron los profesores del Conservatorio de Moscú, irresponsable, pero el adjetivo atrajo a Shostakovich. Que se ocupó de apadrinarla. Y de valorar la irresponsabilidad como el estímulo de una obra que ha explorado los límites del folclore, de la vanguardia y hasta de la religión.
Rezaba y rezaba Gubaidulina porque quería escribir música. Y sus plegarias fueron escuchadas en Tartaristán. Una remota república de la profunda Rusia donde nació en 1931 y donde adivinó su lugar entre la tierra y el cielo.
Arraigada está Gubaidulina como un roble antiguo, pero su música ha buscado siempre la verticalidad. Y ha osado a perseguir los peldaños de Bach en la matemática de la trascendencia. Por eso ha extrapolado a la partitura el código de Fibonacci. Y por la misma razón escribió La pasión según San Juan.
Irresponsable, Gubaidulina ha sido una irresponsable. Y sigue siéndolo en su exilio voluntario de un bosque de Hamburgo.
Allí ha encontrado el silencio y conserva el piano que le regaló Rostropovich. Escribe de noche. Para escuchar su instinto y los temblores de su alma. Una inquietante quietud es Gubaidulina. Una música complejamente sencilla y sencillamente compleja que aprovecha los sentidos para acceder a la abstracción del espíritu.
Se lo dijo Shostakovich. Y Gubaidulina no ha hecho otra cosa que hacerle caso: "Sofía, le deseo que siga por la senda incorrecta".