Me refiero a Victorino Martín, cuyos ejemplares se lidian esta tarde en Las Ventas. Tanto se identifica con ellos el viejo ganadero que a los toros de Victorino se le llaman los victorinos. Y hasta los vitorinos.
Y se le parecen a él en el comportamiento. Listos, bravos, despiertos. De mirada intimidatoria. Y de buena memoria, pues el victorino se acuerda de lo que se deja detrás, aunque no sea Victorino Martín un hombre rencoroso.
Ha sido más bien un trabajador, un entusiasta, un visionario. Y ha llegado a enorgullecerse del apodo con que le despreciaban los señoritos. El paleto de Galapagar, pues fue en Galapagar y en la sierra madrileña donde Victorino transitó de la la carnicería a la ganadería, redimiendo un hierro desahuciado, Escudero Calvo, que ha convertido en leyenda.
Llena las plazas Victorino como una primera figura, aunque hace tiempo que no le vemos en ellas. Y echamos de menos su carisma de tratante, sus muelas de oro, sus manos cuarteadas de currante.
Y las cornadas que no se le ven. No ya las metafóricas. Que su padre fue ejecutado en Paracuellos, sino las que le propinó un semental de su ganadería, Hospiciano. Pues los victorinos no agradecen ni la mano que les da de comer. Por eso es tan difícil torearlos. Y por la misma razón se ha puesto esta tarde en Las Ventas el cartel de No hay billetes.
Se amontonan los hitos, los trofeos. Los toros indultados, Belador, Cobradiezmos, los toreros insomnes, pero todavía se evoca la corrida del siglo, cuando Ruiz Miguel, Esplá y Palomar salieron hace 35 años a hombros en Madrid. Y cuando lo hizo el propio Victorino, elevado como un dios de la tauromaquia que se marchita en su finca de Coria, 90 años cumple, pero que tiene garantizada la simiente de Hospiciano.