Que no es solo suyo, sino de Eslovaquia, Chequia y Polonia, implicados todos ellos en el sabotaje del proyecto comunitario. Porque representan la antigua amenaza del nacionalismo. Porque abjuran de la cesión de soberanía. Porque discrepan de la política migratoria. Y porque han corrompido la separación de poderes, la libertad de prensa, predisponiendo una democracia más o menos fingida.
Los extranjeros representan en Hungría el 1,5% de la población, pero sirven de coartada a los mensajes xenófobos y a la construcción de alambradas. Orban no duda en identificarse con el papel de un caudillo cristiano. Ha emprendido la lucha contra el infiel. Y se ha revestido de autoridad política, religiosa, moral y hasta militar, recreando una figura providencialista que predispone una jerarquía vitalicia.
Podían haber ido peor las cosas en estos comicios. Orban es la extrema derecha. O lo sería si ni fuera porque a la extrema derecha de Orban, si hubiera sitio, está la extrema derecha de Jobbik, de forma que la eurofobia y la xenofobia tanto ocupan en Hungría las posiciones del gobierno como la oposición. Y radicalizan una paradoja: los países de Este fueron los últimos en entrar en la Unión Europea y son los más beligerantes contra ella.
Orban es el cabecilla o el cabezón del complot. Un primer ministro con ambiciones de condotiero. O un dictador, como lo definió y recibió Jean Claude Juncker con inquietantes cualidades visionarias hace tres años en Riga.