Domènech se marcha porque la convivencia con Ada Colau es más difícil que con la señora Roper, porque nunca tuvo autoridad, porque añoraba su escaño de diputado en Madrid... y por razones personales. Que son las razones políticas, pues no hay manera de desvincular las unas de las otras en la sobrecarga emocional de la cuestión catalana. No hay caminos intermedios ni zonas grises en la polarización del dogma constitucional y la autodeterminación. Y la tercera vía es la vía muerta que ya aloja los cadáveres políticos de Coscubiella, Santi Vila, Durán, incluso Lleida, si me apuráis, tal como escribía esta mañana Alberto Lardíes en El Español.
Domènech era el clásico candidato que le gustaba a todo el mundo y al que nadie votaba, más todavía en estos tiempos y de ardores militares. Y Domenech era un sentimental. Besó los labios de Iglesias emulando el cuadro iconoclasta de Breznev y Honecker. Y lloró como un extra de 'Titanic' cuando fueron conducidos los Jordis a la cárcel, aunque el aspecto más inquietante de su trayectoria consistió en su "relación" fetichista con Margaret Thatcher.
Cada uno tiene sus misterios subconscientes y sus traumas infantiles. No voy a mencionar el tuyo con Torrebruno, aunque lo estoy mencionando. Ni el de Rafa Latorre con Espinete. Ni el mío con Marhuenda. Y sí voy a decir que Domènech era, como todos los candidatos, era el reflejo de sus votantes. Por eso siempre aspiraba a conseguir el voto de... los indecisos. Y por esa razón, puestos a decidir, ha decidido marcharse.