Y que se añaden al acopio de idiosincrasia ibérica y al correspondiente rechazo de la cultura americana, como si fuera ésta una epidemia contagiosa de la que debemos prevenirnos. Supongo que reivindicando el mercadillo, el economato, la mercería de la esquina.
Abominamos de Halloween en defensa de nuestro tristísimo día de los difuntos, como abjuramos del Black Friday como una expresión de rechazo al colonialismo imperial anglosajón. Ha sido España un país antiamericano desde la ortodoxia de la izquierda, como lo es de la derechona identitaria cuando se trata de preservar nuestras rancias costumbres.
Y no termino de entender qué problema reviste el Black Friday. No me consta que sea obligatorio ir a comprar. Ni que sea pernicioso aprovechar las ofertas. Es más, la grandeza del ser humano se expresa en las cosas superfluas. Y nada más superfluo que comprar lo que no necesitamos. Es un desplante a la contingencia. Un derroche en su acepción más noble. Un supremo ejercicio lúdico, aunque quizá sobren las escenas de histerismo colectivo.
Le gusta a uno la bandera americana y su himno. No ha encontrado uno mejor literatura contemporánea que la americana. Me gustan las orquestas americanas. Me gustan Spielberg y Woody Allen. Me gusta el expresionismo abstracto. Me gusta San Francisco. Me gustan las hamburguesas. Y me gusta todavía la NBA, no digamos los Celtics, de forma que un servidor reconoce una naturaleza hipersensible a los movimientos del Imperio.
Eso no significa que daría la vida por Trump. Por Trump daría su vida, pero es una cuestión muy pintoresca la de identificar al presidente con su pueblo. Y rechazarlo o admirarlo por idénticas razones. Imaginad por un momento que los españoles fuéramos Rajoy.