Ahora que el Papa ha celebrado la volátil cumbre de la pederastia y que la justicia ha condenado al cardenal Pell por cinco delitos de agresión sexual a dos monaguillos, conviene evocar una memorable semblanza que apareció en La Stampa en 2005 cuando se postulaba a la sucesión de Juan Pablo II.
Procedo: George Pell, primero arzobispo en Melbourne y ahora en en Sydney, tiene una fuerte aversión a los homosexuales, los fornicadores y los divorciados. Para esta última categoría ha propuesto la aplicación de una tasa destinada al cuidado de sus hijos que considera más predispuestos a las drogas y a la promiscuidad sexual.
Ha negado la comunión a los adúlteros y a las parejas de homosexuales. En 1998 rechazó a 75 de ellas que habían formado una fila en la catedral para recibir en sacramento. Fue en aquel momento cuando decidió a sostener que el tabaco es menos dañino para la salud que la homosexualidad.
Otros momentos de embarazo se los ha procurado una prima de segundo grado, Monica Hingston, que fue durante 26 años monja de las Hermanas de la Misericordia y desde hace 19 compañera sentimental de Peg Morgan, que a su vez se hizo lesbiana después de 35 años de monja franciscana.
Mónica escribió una carta a los periódicos dirigida a Pell: "Mírame a los ojos y dime que soy una depravada".
Ay, monseñor Pell, eminentísimo cardenal y ex número 3 del Vaticano a la vera de Francisco el revolucionario. Claro que hay sacerdotes y obispos y cardenales homosexuales. Por ejemplo usted. Como los hay heterosexuales. Pero aquí la cuestión no es la orientación sexual, sino el compromiso de castidad. Y la raya que divide los hombres del diablo. Abusar de niños, tal como han probado los tribunales es un gravísimo delito que se llama pederastia y, ya se lo digo, que no tiene perdón de Dios.