Y quien dice ateo dice agnóstico, escéptico. No creyente, para entendernos. Y nos entendemos porque esta categoría, según el CIS, la representamos el 40% de la población. Y casi la mitad entre los jóvenes.
La distancia con la metafísica no contradice la cercanía con los ritos y las liturgias. Más que un acto de fe, es un hecho cultural. Y una expresión teatral, ahora sí hablo de Sevilla, de enorme poder estético y dramatúrgico.
La cadencia militar de los feligreses, las trompetas heridas, el sonido patibulario de los tambores, el quejido de una saeta afilada que se escapa por el hueco una ventana, la sugestión contagiosa que proporciona el misterio. Una calle estrecha. Un paso de Semana Santa que bascula como un galeón antiguo en la marea de los fieles y de los infieles.
No hace falta creer, pero se puede sentir. La razón se desarma por los sentidos como la resurrección desarmó a los solados que custodiaban la tumba de Cristo. Que resucita a los lomos de los costaleros.
Los hay ateos que se plantean la cofradía como una tradición y un espacio de integración. Los hay que conciben la experiencia como un desafío físico. Los hay que no creen en el más allá, pero sí en los deberes éticos del más acá. Y el cristianismo los aloja, más allá de las tegiversaciones doctrinales y discriminatorias en que en incurre la Iglesias misma.
Decía Oliver Sacks que sus padres eran muy poco creyentes y muy practicantes, aunque puestos a elegir un rito eucarístico, me quedo con los toros. Por eso estuve ayer en la Maestranza, viendo morir la vida a cambio de la resurrección del arte con tres caballeros de espada antigua.