Pediría al ingeniero Montes que distorsionara la voz. Pero ya es tarde, aunque vamos a intentarlo solo unos segundos más por capricho que por encubrimiento.
Lo confieso. Tengo un coche diesel.
Y no cualquier coche diesel, sino un modelo americano cuya opulencia no le gustaría a James Rhodes. Y cuyo tamaño explica la logística de dos tubos de escape.
Tengo que decir en mi descargo, seguro que muchos oyentes me entienden, que el Estado me invitó a comprarlo. No quiero decir que el Estado me invitara a pagarlo, sino a la doctrina que prevalecía entonces, cosa de unos pocos años, en favor del gasoil.
Y hemos cambiado de paradigma. Y de posición social. Porque antes era un ciudadano ejemplar y ahora soy un ecoterrorista. Imagino que pronto seré inmovilizado en la almendra central de Madrid. Y que seré expuesto a alguna que otra vejación pública.
Tengo que pasar la ITV el martes, pero me dan ganas de suspenderla. Abandonar el coche en un descampado. O despeñarlo en un precipicio.
El diesel está proscrito. También la gasolina, el gas y hasta el híbrido. Hubiera preferido que se prohibiera el patinete, pero este Gobierno nuestro se reconoce en su megalomanía. La justicia planetaria. La sanidad universal. Y el aire puro para todos.
El aspecto atractivo consiste en emular a Mel Gibson en Mad Max. Abastecerse de combustible en gasolineras clandestinas. Encontrar repuestos en el mercado negro. Y convertir el coche en un argumento de subversión. No os digo ya, se me ocurre, si es para ir con los niños a los toros.