Y no aspira uno a convertirse en el señor Scrooge malogrando al prójimo la salmodia de los números mágicos ni la anestesia de la cabalística benefactora, pero conviene desengañar al ingenuo ciudadano de su hipnosis y expectativa: sépalo, no va a tocarle la lotería.
¿Y por qué no va a tocarle, si los angelotes de San Ildefonso, pulquérrimos y atiplados están repartiendo hiperbólicamente el dinero número a número, tolva a tolva, enjaezando los euros a semejanza del maná en la tierra baldía?
No es verdad que la lotería caiga en Leganés o en Valladolid, como acostumbra a decirse en esta tentadora identificación de la ciudad y la administración que ha repartido un número. La lotería no cae muy repartida, sino muy restringida. Y la lotería no tapa agujeros. Que ese es el oficio de los enterradores. La lotería tapa los agujeros del Estado y los oídos de los telespectadores.
Mencionamos al enterrador y se nos aparecen los ministros de Hacienda, tipos facineroso y desgarbados que aprovecha el estupor, los sentimientos y la fe milagrera ajenos para hacer caja. Caja decíamos. Y caja hace el 22 de diciembre, extorsionando a los poquísimos premiados —podría tratarse de figurantes— con un impuesto voraz, añadido, del 20%.
Añadido porque la lotería es en sí mismo un mecanismo recaudatorio y una gran estafa piramidal que organiza el Estado y que envuelve el propio Estado en propaganda de la esperanza, la ilusión y superstición.