Y el patinete empieza a multiplicarse en las ciudades como medio de transporte hipster y hater a la vez, toda vez que el piloto a los mandos del artilugio tanto divulga su mensaje guay como representa una amenaza a los demás peatones y a él mismo.
El patinete tendría quedarse en el repertorio de los niños, pero son los padres o los adultos, no siempre coincide, quienes protagonizan la absurda operación nostalgia. Y quienes se desplazan con torpeza y embarazo aprovechando la falta de regulación.
Hay compañías que los alquilan como sucede con las bicis y los coches eléctricos, puede que como remedio al fracaso del seg-way, recordadlo, el medio de transporte que iba a revolucionar la humanidad y que se ha quedado en un ridículo estímulo turístico.
El patinete eléctrico aspira a consolidarse. No requiere esfuerzo físico pero sí equilibrio. Y no es fácil obtenerlo con la cuota de cañas y de pacharanes que consume el conductor español, de forma que empezarán a amontonarse los cadáveres y las preguntas.
¿Están sujetos a las pruebas de alcoholemia? ¿Por qué se les consiente ir por la aceras si son un peligro a los demás peatones? ¿Deben o no deben llevar casco? ¿Es legítimo atropellarlos con el coche como remedio y escarmiento a la peligrosísima epidemia que representan?
No coche ni bicicleta, el patinete adulto pretende aportar un mensaje de urbanismo y de transporte limpio, pero a mí me parece una moda degradante y una incitación al odio todavía no tipificada. Será cuestión de tiempo. Mientras tanto me dan ganas de inhalar a pleno pulmón el humo que propaga un autobús de línea.