Y me hubiera convertido en un turistófobo, neologismo de moda en estas vacaciones a cuenta de la hostilidad que los turistas han suscitado no tanto en España como en los territorios de sensibilidad soberanista. Se diría que los ultras vascos y catalanes, cada vez más influyentes en las decisiones del poder, temen que los extranjeros puedan oxigenar el aire infecto de la caverna identitaria.
Una cosa es convivir con los españoles, que ya son extranjeros. Y otra es conceder a la convivencia el ejército veraniego de los guiris. Aunque vivan de ellos las propias localidades turísticas donde se les ahuyenta. Y aunque el turismo permita luego bostezar durante el invierno.
La turismofobia, al cabo, es una forma snob de xenofobia. Y una manera arcaica de prevenirse del contacto con el mundo exterior. No se ponen en cuestión los dogmas raciales y culturales si el muro neutraliza cualquier filtración cosmopolita. Otro idioma. Otros tatuajes. Otras maneras de emborracharse, incluso.
Así que los cuperos y los borrokas se han puesto a perseguir este verano turistas como si fueran zombies. Y algunos alcaldes nacionalistas han declarado el estado más de amenaza que de emergencia, predispuestos a organizar medidas disuasorias. Cupos. Impuestos. Preservando así la alegoría de la cueva mental de Altamira.
El delirio tiene complicaciones, contraindicaciones. Renegar del turista significa comprometerse a no ser uno. Y a quedarse no ya en su ciudad, en su pueblo, en su aldea, sino en el propio piso, restringiendo y restringiendo la mente y la mentalidad hasta convertirse en una postal inmóvil.