Va a resultar que Antonio Escohotadose nos ha muerto en coincidencia con el centenario del comunismo. Lo digo porque el difunto humanista se convirtió en uno de los antagonistas más inteligentes y perseverantes en la denuncia de la hoz y el martillo.
No solo aludiendo a las siniestras élites soviéticas que los fomentaron, a la injusticia social que supuso, a los régimenes del terror que desencadenó el comunismo, sino a la arbitrariedad con que pretendía relacionarse con la subversión de Cristo. Ya puntualizaba el maestro Escohotado que el cristianismo, al menos, propone la vida eterna.
Y no porque Escohotado creyera en ella, pero sí hizo de la vida presente un lugar donde exponer la sensibilidad y la tolerancia. Y de proponer debates incómodos que renegaban del dogmatismo, del nacionalismo, del fanatismo, de la mojigatería, del prohibicionismo.
De la piel hacia dentro sólo mando yo
Un filósofo divertido y ameno. Un liberal genuino en la genuina defensa de las libertades individuales. También para drogarse, si uno quiere. Un hedonista en el sentido prsocrático. Un vividor, precisamente por eso. Y un polemista excepcional porque el dominio y el conocimiento de la dialéctica le permitían argumentar con audacia y con ironía.
Escohotado era capaz de convertir en cristiano a un comunista y a un comunista en cristiano, para entendernos, entre otras razones porque el recelo a la ortodoxia le hizo disfrutar más todavía de una manera de pensar evolutiva, en transformación.
Por eso era tan joven a los 80 años. Y por la misma razón hizo de la curiosidad un camino de la independencia, hasta el extremo de convertir en cuestión nuclear un aforismo que bien podría servir de epitafio a su tumba: “De la piel hacia dentro solo mando yo”.