No es fácil mi papel, no, Carlos, en la tesitura de advertir a la sociedad de sus comportamientos delirantes y autodestructivos. Hemos logrado vaciar Madrid de patinetes desde estos micrófonos, pero mucho me temo que va a resultar imposible desarraigar las comidas y las cenas de empresa.
Proliferan estos días porque la sugestión de la Navidad establece una tregua social. Que no es la paz ni la concordia, sino la hipocresía. Por eso resultaría preceptivo que estas reuniones de impostado hermanamiento se desarrollarán en un pacto de abstemia.
Porque el alcohol es contraproducente respecto a las intenciones de esta mascarada social. Ingerirlo como anestésico hacia dentro conlleva una pérdida de control, se transforma en suero de la verdad, de forma que las comidas y las cenas de empresa terminan degenerando en reyertas o ajustes de cuentas.
Se termina diciéndole al colega del despacho de al lado lo que realmente piensas de él. O sucede que la bebida incita otras desihibiciones. Confesarle a la compañera de curro que la empotrarías en el baño, cuando la compañera de curro no deja ni terminar la frase porque ha huido en un taxi.
Es un escarmiento a las pretensiones filantrópicas de estas alegrías artificiales que induce el patrón para hermanar al rebaño y compensar con unas botellas de cava y un jamón de bodega normalmente reseco su rechazo sistemático al aumento de sueldo o a la flexibilidad laboral. No es un gesto de generosidad, la cena. Es un ejercicio populista, me vais a permitir, del que el patrón se vale para encubrir su desprestigio.
Se llaman comidas de empresa porque el personal termina devorándose. No siempre de manera explícita, pero sí de forma elocuente respecto al trauma de irte a cenar con las mismas personas con las que trabajas, no digamos cuando hay amigo invisible, porque amigos visibles no puede haberlos en estas ceremonias de sonriente sordidez.