Procedo al indulto de Cristóbal Colón en estas fechas tan señaladas. Y dispuesto a rescatarlo del exorcismo póstumo al que se halla expuesto. Unas estatuas se demuelen, otras se profanan. Y algunas más se encuentran bajo custodia judicial, decidiéndose si procede o no procede la etiqueta de genocida.
El disparate es tan grande como grande fue la proeza trasatlántica. Y tan ridícula como la propaganda indigenista. Colón tendría que haberse quedado en casa. Y los humanos nunca tendrían que haber salido de las cavernas.
De esta manera, se hubiera preservado la pureza del hombre. Y gobernarían el mundo los chimpancés, aunque no escasean los primates entre quienes atribuyen a Colón el error de haber violado el paraíso.
Como si no se mataran entre sí las tribus y etnias autóctonas. Como si no practicaran el canibalismo. Y como si no se exterminaran las unas y las otras desde las respectivas idolatrías o religiones. De niños nos gustaba ir al Museo de América para ver las cabezas jibarizadas.
Claro que se cometieron atrocidades en la conquista. Y claro que se cometían antes de la conquista en la propia América precolombina. Por eso no tiene sentido alguno hacer vudú con las estatuas de Colón. Ni atribuirle ni a él ni a los conquistadores el disparate del genocidio.
Sí tiene sentido reconocerles los méritos de la campaña, aunque resulte igualmente ridículo someterlos al discurso patriotero-nacionalista y manipularlos al servicio del agotador debate identitario, como hace la extrema derecha y como gusta a la bancada popular. Ya sabéis, la gloria colonial, el esplendor del Imperio perdido.
Indulto a Colón para rescatarlo de la confusión, consciente de que el mismo fervor con que antaño nos disputábamos sus orígenes -que sí italiano, que si portugués, que si español que si catalán- se utiliza ahora para renegar de él, como hacen los austriacos y los alemanes para restregarse la nacionalidad de Hitler.