Esta sección de los indultos no discrimina entre parias y pontífices, entre presidarios ni monarcas, de tal manera que aprovecho el expediente del día para conceder la medida de gracia a la persona y figura de Felipe VI en el umbral del séptimo año de jefatura del Estado.
Creo que se puede elogiar su trayectoria y reconocer los méritos que implican haber sobrevivido a una conspiración perfecta. No ya urdida por las fuerzas republicanas, por los partidos nacionalistas, sino expuesta al sabotaje de los presuntos aliados.
Se me ocurre el caso de Ayuso, incitándole a desobedecer la Constitución para hacerla cumplir. Se me ocurre Santiago Abascal, urgiéndole a ponerse el uniforme militar y la botas. Y se me ocurre que los cortesanos más fervientes añoran en realidad el absolutismo.
Pero hay casos más graves y más allegados. Me refiero a la posición taimada de Pedro Sánchez, cuyos narcisismo y recelo a los contrapoderes sobrentienden una rivalidad y una beligerancia que nunca han destemplado al jefe del Estado.
El silencio forma parte de sus obligaciones. No digamos cuando se trata de gestionar la herencia de su padre. Y no me refiero a los bienes y el dinero que Felipe VI rechazó, sino a la intoxicación de la institución monárquica que ha acarreado la impunidad e inmoralidad de Juan Carlos I.
Conserva Felipe VI buena reputación en la sociedad contemporánea. Intervino cuando tuvo que hacerlo para defender la Constitución y ha recuperado la credibilidad de la corona gracias a la sobriedad, la integridad y la transparencia, pero tanto impresiona la soledad del monarca como lo hace la vulnerabilidad de una institución cuya misión integradora y aglutinadora, esperando a Leonor, sería la primera víctima de la España plurinacional.