Porque era inimitable. Ha habido jugadores más técnicos que Martín, su propio hermano. Los ha habido más versátiles y más filántropos en el campo, pero el hombre 10 del Real Madrid despuntó como ninguno en la personalidad, el carisma y el poder.
Martín era un dominador, un castigador. El semigancho, el tiro a tablero, definían a un baloncestista que defendía el aro como un mastín y que no . Lo decía Corbalán. Cuando pasabas el balón a Fernando sabías que no regresaba.
Y también solía ocurrir que terminara en canasta. Solía porque a veces lo impedía la contrafigura perfecta de Audie Norris con la camiseta del Barça. Estuvo en su cámara ardiente como estuvieron millares de madridistas y de aficionados al basket. Y de no aficionados también.
Porque Martín trascendió las pistas.Joven, guapo, rico. Fue novio de Ana Obregón, pero no lo fue de América. La aventura de la NBA fue la gran frustración de su carrera. Un desengaño que sus hagiógrafos atribuyen a la conspiración de su entrenador en Portland.
La liga americana relativizó la ambición y el juego del ídolo español, medallista de plata en L.A. 84 contra la selección de Jordan. Y víctima de un accidente de coche en la M30 a bordo de una Lancia que escarmentó el último desafío.
Cada uno tiene una imagen, un recuerdo de Fernando Martín. El mío consiste en una camiseta desgastada con el número 10. Y no es blanca. Ni roja. Es azul. La del Estudiantes