La megalomanía de José María Aznar le ha conducido a concederse una tournée mediática de vanagloria. Celebra él mismo su llegada al poder hace 25 años. Y se dedica a hacer mucha autocrítica de los demás, como si fuera el pantocrator de la derechona.
Qué tiempos los suyos, no ya de concesiones al proto-soberanismo, sino de mayoría absoluta y de absolutismo. Aznar se creyó no presidente, sino hiperpresidente. Le incordiaba incluso que hubiera un jefe del Estado.
Nunca tuvo relaciones fluidas con Juan Carlos I. Y ahora se las cobra en sus entrevistas, pero bien podría reprochársele a Aznar su influencia perniciosa en la política contemporánea y la herencia que le ha dejado al PP.
Incluida la sede de Génova, hemos de añadir. Que está en venta, como una mansión fantasma. Y que representa la gloria y la desgracia del aznarismo. El balcón de la victoria y los despachos donde se urdió la gran corrupción.
Aznar se desentienda de ella. Y solo responde de sí mismo, como si los galones, las responsabilidades y las amistades no malograran semejante diagnóstico exculpatorio. No hay más que echar un vistazo al delirio de la boda escurialense. Y los matones que comulgaron.
Aznar dejó envenenado al PP, igual que envenenó la crisis territorial de Cataluña a fuerza de dopar el monstruo indepe y de concederle privilegios a Pujol. Y no sé si la historia ha absuelto a José María Aznar, pero no puede pretender absolverse a sí mismo.
Se lo impiden todas las mentiras con que intoxicó el 11M y lo contradice esa imagen de las Azores con el flequillo al viento. Aznar le declaraba la guerra e Irak con la mentira de las armas de destrucción masiva. Y convirtiéndose en marioneta de Bush y de Blair para blanquear la vergüenza.