Parecía imposible conseguirlo. Porque ya fue imposible conseguir el quinto. Y porque el equipo se resentía de los tatuajes y de los años. 36 tenía Denis Rodman, el malote del grupo. Y 34 había cumplido Jordan, pero es una vulgaridad relacionar a Jordan con las convenciones del espacio y del tiempo.
No es que haya sido el mejor baloncestista de la historia. Puede que haya sido el mejor deportista de todos los tiempos. Incluidos los de la antigua Grecia. Jordan es un jugador mitológico. Si Carl Lewis fue el hijo del viento, Jordan es el aire mismo.
De ahí su ingravidez, su naturalidad y hasta su armonía. Parecida a Federer en la pista de tenis o a Mohammed Alí en el ring, aunque Jordan está un peldaño arriba en el Olimpo por razones de estética.
No necesita el mito una hagiografía audiovisual. Y no lo es el documental de diez capítulos que acaba de estrenarse en EFECTO PITIDO. Es un resumen de las 10.000 horas que los Bulls permitieron entre 1997 y 1998. Phil Jackson la llamó The last dance, el último baile. Porque era su última temporada como entrenador del equipo. Y la última de Jordan con los Bulls.
Ha permanecido sepultado el material. Lo intentaron reanimar Spike Lee, Danny DeVitto. Y se ha ordenado la narrativa ahora, no están claros los motivos. Ni falta que hacen.
Los ajustes de cuentas, polémicas y controversias que aparecen ahora son menos escandalosos de cuanto podía imaginarse. The last dance es una oportunidad de conocer un poco mejor a un atleta no ya sublime, sino inalcanzable e intangible, como el aire.