Querido nacionalista, ríndase. Hágalo sin alharacas. Y sin artificio. No se angustie. Le entendemos perfectamente. El nacionalismo era un entretenimiento. Una frivolidad burguesa. Una ensoñación campestre. La más importante de las cosas menos importantes, como definía Bill Shankly el fútbol. Lo más importante de las cosas menos importantes, aunque un 0-4 en el Bernabéu.
Capitule, nacionalista. Y admita que las cosas importantes, una pandemia, una guerra, le han puesto delante unas prioridades que trivializan y ridiculizan las pulsiones supremacistas. Déjese usted, nacionalista, de pueblos elegidos y de mitos fundacionales.
Porque la pandemia y la guerra, digo, han demostrado la importancia de la Unión Europea, cuya razón de ser no consiste en estimular la creación de nuevos estados, sino en desdibujar los que hay en un proyecto común. Se llama cesión de soberanía. O sea, lo contrario del soberanismo.
Y entonces viene una pandemia que no puede contenerse con banderitas ni rapsodias. Y entonces viene una guerra. Y se descubre que Putin era el camarada de Puigdemont. Y ocurre que Junqueras equipara la causa de su pueblo con la de la resistencia ucraniana, cuando en realidad debería relacionarla con las repúblicas títeres del Donbás.
Las que ha reconocido Putin unilateralmente -Lugansk, Donetsk- para sabotear la unidad territorial de Ucrania. Y para construir artificios geopolíticos que se justifican en la propaganda, en el sentimentalismo, en la instrumentalización de la identidad.
Nacionalista, conviértase. Hágase usted adulto. Madure. Ya verá lo poco que va a costarle darse cuenta de cuanto le une todo aquello que ha fingido que le separa.