Indulto a la persona de Pablo Rivadulla, más conocido como Pablo Hasél. O como Pablito, si os parece, toda vez que los diminutivos funcionan muy bien para compensar u amortiguar personajes excesivos. Echaos a temblar si Miguelito viene a casa a jugar con vuestros hijos. Y reparad que es muy posible que Anita, es un decir, sobrepase los 130 kilos.
Pablito Hasél, 32 añazos, adquirió su apellido artístico, Hasél, de un cuento árabe, aunque podría haberlo adquirido de un mártir de Al Qaeda. Porque tiene tendencia a simpatizar con el terrorismo. Y tanto le valen las siglas de ETA como las del Grapo, tal como demuestra su cancionero y su poemario.
No vamos a despacharlo aquí, ni vamos a cuestionar su talento. Lo que sí podemos decir es que la violencia de sus partidarios en las noches salvajes de Barcelona y el cariño con que lo protege Iglesias, nos proporcionan la naturaleza del personaje.
Razones tiene para sentirse diana de un código penal obsoleto. Y razones le faltan cuando hacemos inventario de sus otros delitos delitos. Que no son cánticos a la libertad de expresión, sino violencia explícita, sea para agredir y rociar de lejía a un periodista o sea para intimidar el testigo de un juicio amenazándolo de muerte y pegándolo.
Pablito es de buena familia. Es un antisistema que vive del sistema. Y que aspira a una democracia mejor, como dice su tocayo. Así es que la mejor manera de alcanzarla consiste en atacar a la policía, quemar contendores, saquear los comercios y agredir a los transeúntes.
Lo menos que se le puede pedir a una revolución es una causa trascendente. Pongamos por causa el supremacismo identitario de Cataluña, pero perder un ojo por Hasél lo único que demuestra es ceguera y fanatismo.