Madrid |
Pero creo que es un desprestigio inmerecido. Y no me refiero a Sánchez, Iglesias, Casado, Rivera, Rufián, Abascal, sino a los políticos de convicción y de profesión que no están al otro lado de las cámaras y que se esfuerzan con honestidad en su trabajo.
Igual que ocurre con los sacerdotes, se expone la política a una crisis de vocaciones. ¿Qué razones habría paran dedicarse a ella? Si las hay para eludirla. Y no solo por la precaria remuneración de la mayoría de los cargos públicos, sino porque la vida del político queda escrutada desde el primer balbuceo -del primer tuit, de la primera borrachera- y porque la eventualidad de una imputación -haya o no condena después- equivale a la muerte civil.
Predominan los políticos honestos y las gestiones transparentes, pero las llamaradas de los casos de corrupción o los episodios de negligencia como la repetición de elecciones malogran cualquier expectativa de rehabilitación. De hecho, la nueva política busca caminos de credibilidad y de tolerancia castigándose con la devaluación de los propios sueldos. Como si el dinero alojara un veneno. Y como si no fuera precisamente la emancipación salarial el reflejo de un mérito y la garantía contra las tentaciones del sobre, la comisión, la prosaica recalificación de un terreno.
La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados o de pastores idóneos hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo al heroísmo, a la vanidad o al cadalso.