No sé si me indignan o me producen ternura los rapsodas de Vladimir Putin. Y no sé por qué hay tantos en España, desde los que reniegan falsamente, como los líderes de Vox, hasta los columnistas que perseveran en la idolatría de un autócrata al que conceden una misión en la historia. El hacha y el crucifijo. La antiglobalización.
Observan en Putin la autoridad, el compromiso patriótico. Lo identifican en el espesor religioso de los antiguos zares. Y reconocen en él el mejor antídoto a la Unión Europea, el sabotaje perfecto a un espacio de libertades y democracias abiertas que abjura de los estados nación y que se proponen explorar hasta donde se pueda la cesión de soberanía.
El putinismo ha conseguido una extraña adhesión de ultraderechistas, de ultraizquierdistas y de nacionalistas. También en España, por mucho que los líderes de Vox abjuren del mismo patriarca que antaño adoraban y que pertenece a la cuadrilla de los costaleros antisistema y antivacunas.
Se me ocurre a Trump. Y a Bolsonaro. Y a los invitados que se trajo Abascal a Madrid, Marine Le Pen y Viktor Orban, tan partidarios de Putin como se ha declarado Eric Zemour, no ya candidato xenófobo de la extrema derecha francesa, sino valedor del putinismo hasta las últimas consecuencias.
La peculiaridad española consiste en las simpatías de la izquierda radical. No solo en los abrevaderos mediáticos que domina Iglesias, sino dentro del propio Gobierno, por mucho que Alberto Garzón se haya caído del caballo y quiera convencernos ahora de que Putin no es un epígono de los grandes jerarcas soviéticos sino un monarca zarista que merece la guillotina.