Voy a indultar a Sergio del Molino. Porque le tengo cariño, no nos engañemos. Y porque la campaña de promoción que ha emprendido de su último libro, 'Un tal González', ha logrado penetrar en todas las franjas de la emisora. Ha salido el viernes en la sección de Rosa. Y creo que está a punto de cerrar una entrevista en Onda agraria.
El espacio sería el perfecto para hablar de la España vacía, pero ocurre que Del Molino de lo que habla es de la España moderna. La que no iba a reconocer ni la madre que la parió, como dijo Guerra. Y la que el tal González puso en órbita desde una visión clarividente del Estado.
Podría haberse adherido Del Molino a los detractores de la transición. Y a quienes piensan que la historia ha nacido con ellos, pero resulta que Sergio sabe muy bien dónde colocarse. Y no porque sea cómodo el lugar que ocupa. Ni en su vida. Ni en el libro del que hablamos.
Un punto frágil entre la realidad y la ficción. O entre la novela y la crónica. Entre la fascinación a González y la distancia adecuada para no abrasarse. La mirada suficientemente ingenua, pero lejos de toda credulidad.
Nacido en Madrid, pero aragonés. Persona non grata en Zaragoza y grata en todas las demás. No está claro qué le sucedió en aquellos años misteriosos de mocedades que vivió en un pueblo de Valencia. Ni cuánto esfuerzo le costó leerse 'El señor de los Anillos' para intentar ligarse a una chavala de la pandilla, aunque la experiencia en las distancias largas explica la facilidad con que Del Molino devora ahora ejemplares volumétricos. La Biblia del Oso, se me ocurre, que tradujo Casiodoro de Reina.
Me gusta cómo escribe Sergio, su fluidez narrativa, su personalidad. Y me gusta la fortaleza con que diferencia su ideología de las obligaciones ambientales al acecho. Sólo le falta hacer las paces con Laura Freixas, pero la capitulación supondría renegar del abuelo secreto de nuestro compadre Cultureta. Diré que era ruso. Y que se apellidaba Naboko.