La violencia de las calles desacredita al movimiento de los indignados. Que tendrán sus razones para cabrearse, pero que las pierden desde el momento en que emprenden la tradición parisina de la barricada, el adoquín y el coche en llamas.
Compadecemos a Macron porque tiene que enfrentarse no ya a sus promesas milagreras, sino a un movimiento abstracto, heterogéneo. Que no tiene líder ni ideología. Que no se sabe exactamente lo que reivindica. Y que se identifica exclusivamente con el chaleco que llevamos en el maletero para cambiar la rueda.
Es una marea descriptiva de la Francia periférica no en sentido geográfico sino conceptual. Trabajadores sin trabajo, desheredados de la globalización, víctimas de la desigualdad, desposeídos del contrato social, pero también estudiantes, pensionistas, funcionarios, ultras, reventadores. Una marea en la que tratan de navegar Marine Le Pen y Melenchon, la extrema derecha y la extrema izquierda, para apropiarse de la sublevación y ofrecer las soluciones sentimentales.
Macron subestimó la protesta y ha terminado cediendo a las primeras reclamaciones, o sea, no subir la tasa de carburantes, pero la capitulación del jefe del Estado, subordinada a una réplica del 50 aniversario del mayo del 68, demuestra que los chalecos amarillos, sin nombre, van a impedirle llevar a cabo las grandes e incómodas reformas, no digamos las de las pensiones o las de la educación, o de la del seguro del desempleo.
La turba amarilla ha secuestrado al presidente de Francia, teniendo como tiene el todo el poder presidencial y la mayoría absoluta del parlamento, pero no se puede sustraer Macron de la expectativa que él mismo se había creado, ungiéndose presidente en la pirámide del Louvre y mirando de reojo la estatua ecuestre de Luis XIV.