Creo que fuiste tú, Carlos, quien acuñó la comparativa entre Mario Draghi y el conde Draco, o sea, el entrañable teleñeco que daba más miedo que risa.
Y es oportuna la comparación, no ya por el aspecto, por la coincidencia en los rasgos, por la sonrisa maliciosa, sino por el apellido. Draghi es el plural de drago en italiano. Y significa dragones, aunque no se le ha visto expulsar fuego por la boca.
Todo lo contrario, es un tipo contenido, moderado, flemático. Y es el nuevo primer ministro italiano, aunque el puesto es una silla caliente, ya lo sabe. Es el sexto premier tricolore en menos de ocho años años. Y se parece a todos sus antecesores en que no ha sido elegido en las urnas.
Tranquilidad. La intestabilidad de la política italiana es la garantía de su estabilidad. Y la peculiaridad de la política italiana radica en su hiperparlamentarismo. O sea, en la débil fortaleza de la democracia representativa.
Los italianos no han elegido primer ministro a Draghi ni han elegido presidente de la República a Sergio Mattarella. Porque la jefatura del estado también se proclama en la sede parlamentaria, sin el sufragio directo de los compatriotas.
Ya sabemos que Mario Draghi fue el presidente del Banco Central Europeo. Y que desempeñó el cargo en el apogeo de la crisis económica e hizo famoso su escudo de armas: whatever takes. Se haría lo que hiciera falta para salvar el euro y reanimar la economía continental.
Tiene sentido que todas las señorías menos las berlusconistas se hayan acordado de él en el cráter del coronavirus. Y que hayan recurrido a un técnico, a un experto, para gestionar los 200.000 millones de euros que constituyen las ayudas comunitarias. Ya me gustaría que fuera nuestro primer ministro. Y que en este nuevo orden europeo se pudieran hacer fichajes, aunque cobren lo mismo que Messi.