Cuando me preguntaba si echaríamos de menos el confinamiento me refería obviamente a las cualidades del arresto domiciliario. Pensaréis que padezco el síndrome de Estocolmo. Y que he terminado enamorándome de un secuestrador abstracto.
Igual que vosotros, echo de menos las libertades que se nos han restringido. La vida social, la vida cultural, la comunidad, pero creo que los misántropos estamos más preparados para la familiaridad con estas limitaciones.
El confinamiento ha cambiado las relaciones laborales. Nos ha liberado de cierto estrés. Nos ha enseñado a teletrabajar. No es necesario coger el coche. No hay atascos en nuestras vidas. Puede que un viernes no sea tan liberador como lo fuera antaño, pero el lunes no es tampoco un lunes.
El confinamiento está sirviendo para acercarte a tus amigos y alejarte de tus enemigos. Sin ver a unos y a otros. Te ha permitido conocerte mejor, independientemente de que luego te sorprendas negativamente de lo que eres.
Diréis que mi caso es más fácil porque represento a la soltería o a los individuos que ya vivían en soledad. Pero no somos pocos. Las estadísticas merodean los cinco millones de personas en España. Hay ejemplos forzosos, los hay voluntarios.
Como los hay envidiados y envidiables. No debe ser fácil gestionar un domicilio donde proliferan los niños, los adolescentes y las hormonas. Por eso tantas personas han salido a correr. El running es un antídoto a la desesperación del confinamiento.
No hemos vuelto a la normalidad y ya tengo cierta nostalgia del confinamiento. Empezamos a vislumbrar las ventajas de la vida en común, pero también los inconvenientes. Es una buena razón para apreciar la desescalada de las cuatro fases.
Me gusta la cero. Y en parte la uno. Y me gustaría la tres, pero si no puedo ir a los toros, casi me quedo confinado. O bunkerizado.