Estas cosas me las ha contado Miguel Ángel Aguilar. Que estuvo con Ferlosio el pasado sábado. Mano a mano. Conversaron sobre la polémica mexicana. Y encontró Aguilar a Ferlosio lúcido, en buena forma. Se desplazaba con lentitud, necesitaba un bastón, pero no parecía que fuera a ser aquel el último sábado del maestro.
Y no por la edad, 91 años, sino porque Ferlosio conservaba la socarronería y la soberanía intelectual. Nunca quiso ser académico, por ejemplo. Ni tuvo nunca un sueldo fijo. Vivía entre la bohemia y las carambolas inmobiliarias de la familia. Cuando se divorció de Carmen Martín Gaite le entregó los derechos de El Jarama. Y de otras obras literarias.
Quiere decirse que Ferlosio era un hombre desprendido. Desprendido y atrabiliario también. Buena gente. Más exigente con el lenguaje que consigo mismo. Y muy consciente no ya del peso de la palabra, de los límites de la palabra, sino de la caligrafía como embrión, como gesto.
Letra de orfebre, con oleaje moderado. Por eso remitía sus escritos manuscritos.Y no necesariamente breves. Se recuerda en El País un artículo de 27 folios que nunca se terminó de publicar porque hubiera ocupado medio periódico.
Llevaba consigo bastón Ferlosio, ya lo hemos dicho, pero no hemos dicho que llevara consigo una lupa. Le permitía leer mejor el menú del restaurante chino de comida española, pero sobre todo le consentía ver más allá de las palabras.