El Rey "demérito" ha disfrutado de una inmunidad y de una impunidad que se han transformado en indefensión. Todavía no ha sido acusado. Ni ha comparecido en un tribunal, pero ya se ha convenido la culpabilidad. Y no porque haya intervenido de oficio el revanchismo guillotinesco de las furias republicanas, sino porque al Rey maldito lo ha condenado su propio hijo. Ya lo hizo repudiándolo en marzo. Y perseveró en el castigo constriñéndolo después a una pena que no existe en nuestro código penal: el exilio forzado, la expulsión del reino.
Es la paradoja que malogra la inviolabilidad. Tan distinto era el rey de los súbditos que difícilmente va a poder acogerse a las reglas y garantías de un estado de derecho. Y no es cuestión de sustraerle a su responsabilidad. Se antojan muy verosímiles los delitos de blanqueo de capitales y de fraude fiscal. Y no necesitan probarse siquiera en un tribunal para reprocharle a Juan Carlos I el delito no tipificado de transgresión de la ejemplaridad.
Tan grandes eran los privilegios del monarca. Y tan relevantes y sensibles sus obligaciones, que padece ahora el Borbón un escarmiento proporcional a la estupefacción e indignación de los súbditos. Juan Carlos I no tendrá acceso a un proceso justo. No era un ciudadano convencional antes. Ni lo es ahora, despojado de los galones y de la corona.
Porque el rey desterrado ha maltratado sus privilegios. Ha abusado de su inmunidad. Ha explorado demasiado tiempo la burbuja de impunidad en que se creía invulnerable, pero los hipotéticos delitos que haya podido cometer han sido castigados con el destierro, la vergüenza, la humillación y el siniestro destino de un Rey que nació en el exilio y morirá en el exilio.