No sé si os sorprende tanto como a mí la reputación y popularidad del ministro Illa. O del ministro maravilla, toda vez que la crisis sanitaria, lejos de sepultarlo, lo ha convertido en la estrella del gabinete y en el candidato a la Generalitat.
La catástrofe sanitaria tenía que haber carbonizado al ministro titular del departamento. Por definición. Y como un mártir, pero Salvador Illa, o Illa el Salvador, se pavonea como un héroe.
Y se pondera su equilibrio, su mesura. Incluso su grisura. En tiempos de altisonancia y crispaciones, la demoscopia, según parece, agradece a los políticos que hablan bajo y que reniegan de la extravagancia.
La gestión de la pandemia ha sido catastrófica, pero Illa ha logrado sustraerse a la negligencia del Gobierno, bien por el estado de shock y de amnesia generales, o bien porque ha prevalecido la mesura de su verbo y los gestos conciliadores.
No cabe mayor premio. La actitud de Illa, el talante, que diría Zapatero, le ha proporcionado una recompensa desproporcionada. Y ha terminando edulcorando la imagen de Sánchez. Si el ministro de Sanidad recibe tanto elogio y entusiasmo, el Gobierno lo ha hecho muy bien.
Nadie quería el ministerio de Sanidad antes de la pandemia y menos aún lo hubiera aceptado durante la pandemia. Se consideraba una cartera sin recursos ni influencia. Y se le entregó a Illa para satisfacer la cuota del PSC.
Filósofo y catalán. No eran los mejores presupuestos para seducir a la opinión pública, pero Illa, protegido en sus gafas y sus trajes oscuros, ha logrado convertirse en un personaje querido y respetado, hasta el extremo de protagonizar la mayor proeza política imaginable.
Las cacerolas que lo exorcizaban se han transformado en tambores de la victoria. Y el ministro más débil se ha convertido en el más fuerte. Sigo sin entenderlo, pero la política es inescrutable precisamente por esta clase de misterios.