Es que cualquier día, hoy sin ir más lejos, le pueden servir un dossier de prensa que diga todo esto: que hay tres comunidades que se niegan a trasladar sus enfermos a otras; que son muchas más las que se resisten a aceptarlos por miedo a su propio colapso; que la pelea por los recursos ha sido natural, porque la necesidad aprieta, pero reveló una lucha territorial que no habíamos visto; que hubo competencia entre autonomías por las compras de material; que hubo quien rechazó la centralización, porque esa palabra está maldita en el Estado autonómico.
Y no cito más ejemplos, porque la exposición sería más demoledora que la pregunta y la conclusión sería nefasta: no, no estamos en condiciones de dar lecciones. Y menos, desde el último decreto, que rompió también la unidad de acción política.
Mejor olvidarlo. Mejor disimular: ¡Bah, imperfecciones del sistema! Mejor hacer como que nos llevamos bien. Mejor demandar a Europa como si fuese la única mala. Y mucho mejor, quedarnos con esta reflexión: mal podemos pedir que Europa sea una, si aquí funcionamos como diecisiete. Pero tenemos una ventaja: todavía somos un Estado. Y ese Estado dará hoy otros mil millones a las comunidades. Europa no es ni tiene un Estado que por decreto y con fondos imponga ese mito de las crisis que llaman solidaridad.
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