La doctrina clásica, es decir, la de siempre, dice que un Estado no tiene por qué, ni debe desarrollar actividades que desarrolla perfectamente y con eficacia la iniciativa privada. El estado no puede, por ejemplo, abrir restaurantes, ni gasolineras ni fabricar coches, televisores o zapatos. Si empresas privadas se dedican a escuchar a la sociedad a través de sondeos, el Estado no tiene por qué competir con ellas. Y mucho menos, en materia tan delicada como averiguar la intención de voto, porque afecta a los partidos que luchan por gobernar ese Estado.
Las encuestas estatales, por profesionales que sean, nunca son absolutamente neutrales, como se debería exigir a trabajos que se financian con dinero de todos. Una encuesta no sólo cuenta intenciones de voto. Una encuesta, sobre todo con la repercusión mediática que tienen las del CIS, también condiciona el voto mismo.
Veámoslo con dos ejemplos del barómetro de hoy. Primero: el empate entre bloques que profetiza. ¿A quién beneficia? A los que salen como perdedores y necesitan movilizar a sus simpatizantes. ¿A quién perjudica? A la señora Ayuso, cuya espectacular subida queda reducida, incluso anulada, por la sombra superior de ese empate. Y segundo: si el CIS dice que Ciudadanos no entrará en la Asamblea de Madrid, se convierte en instrumento disuasor del votante de ese partido. ¿Para qué va a tirar nadie su papeleta, si no sirve para nada? Para Ciudadanos, el CIS es su enterrador.