¡Cómo no voy a compartir la regañina, director! Y comparto el cabreo de la presidenta. Y lo agravo con alguna consideración: no es solo que se pierdan las formas ni se dañe la imagen del Parlamento. Es que esas formas prostituyen el debate político y contribuyen al discurso del odio, que es uno de los grandes problemas nuevos de este país.
Y ni la señora Batet ni este cronista hablamos de la bronca ideológica, que forma parte del paisaje parlamentario. Hablamos de las ofensas y los insultos. Hablamos de quien hizo saltar las alarmas, ese diputado de Vox que llamó bruja a una diputada y parece reincidente en sus referencias a mujeres. Y hablamos, aunque Batet no pueda hacerlo, de ese tono de las sesiones de control que no analizan las necesidades de la gente y se quedan en pura descalificación del interpelado y del interpelante.
Habría que llamarlas sesiones de insulto y desfogue, y encima, casi siempre inútiles pellizcos de monja. El debate político español se está quedando, por culpa de esas formas, en lo más parecido a un gallinero que no aclara, ni seduce, ni propone; solo provoca.
Nadie pretende, supongo, que los debates del Congreso sean un plácido contubernio de meapilas. Tienen que ser vivos, incluso apasionados. Y radicales. Pero, por favor, no un combate dialéctico en el que se ataca a la persona y parece que no se afrontan los problemas del país. Si se deteriora el Parlamento, se daña la democracia, su calidad y el prestigio institucional.