Me parece que todo se embrolla todavía un poco más. Cada día tiene su afán y cada escándalo su nueva emoción.
La de hoy se llama Pere Aragonés, el espiado con aval judicial. El representante del Estado en Cataluña, vigilado por un órgano del Estado. El apoyo de Sánchez para gobernar el país, bajo la sospecha de estar desmontando el país. El amigo, el confidente, la otra pata de la mesa de diálogo, controlado por espías.
Dice el Gobierno que no se había enterado, como Felipe González se enteró de Filesa por la prensa. El CNI es el órgano evangélico que consigue que la mano izquierda no se entere de qué hace la mano derecha. Los tres mil funcionarios del Centro de Inteligencia miran, oyen, apuntan, escriben, pero sus informes no llegan a ningún sitio.
En el caso de Aragonés, si son favorables, para que Sánchez se fíe de él. Y, si descubren que anda en conspiraciones, para que se guarde de él. Pero Sánchez nunca supo nada, no conoció ningún papel, no supo de ninguna investigación. Está claro que los trabajos del CNI son secretos: ni el Gobierno sabe en qué consisten.
Es todo tan extraño, por no decir inverosímil para no cabrear a Bolaños, que no digo que vaya a terminar mal. Pero se encamina hacia un final intrigante. Tan intrigante, que ignoramos si se ha muerto la mesa de diálogo, si se ha roto la legislatura, si volvemos a las andadas independentistas o si todo es una conjura de las meigas para cederle paso a Feijóo.