En el movimiento catalán de Pedro Sánchez intuyo dos tipos de razones. Uno es muy serio y respetable: todo jefe de gobierno español, diría que todo político sin necesidad de ser presidente del gobierno, tiene la obligación de resolver el problema catalán. Nadie sabe muy bien cómo, pero se reconoce la obligación.
La opción de Sánchez es el diálogo, también sin saber cuál sería el desenlace, pero la mera invocación de esa palabra ha servido para rebajar tensiones. Lo que hizo Bolaños con Vilagrá y la cita que Sánchez propone a Aragonès es un intento de volver a la concordia, que dura lo que dura; pero, mientras dura, sirve para apaciguar y para que Sánchez siga soñando con ser el apaciguador. Con Esquerra algún diálogo es posible. Con el resto del independentismo, no.
Las otras motivaciones son menos patrióticas y las reduzco a dos. Una, recuperar la iniciativa y la autoridad políticas, tan deterioradas en las elecciones andaluzas. De ellas salió Sánchez maltrecho y no es casualidad que lo primero que hizo para curarse ha sido llamar a Vilagrá y ofrecerse a Aragonès. El resultado provisional es bueno para él: mientras hablamos de eso no echamos sal en la herida de Andalucía.
La segunda, recuperar la amistad de Esquerra, partido de Aragonès y Rufián, como parte sustancial de un descosido Frankenstein. Sin Esquerra, Frankenstein se tambalea. Con su amistad y sus escaños, Sánchez no sé si se consolida, pero gana tranquilidad.