Tengo cuatro calificativos: frío, cínico, tenso y necesario. Frío, porque la Constitución lleva tres años en la crisis de los 40 y se organizó una celebración muy apropiada para marcar distancias: sillas separadas por prevención sanitaria, bufandas, mascarillas y clamorosa ausencia de una docena de partidos y partidillos que cobran sueldos y subvenciones del Congreso.
Fue la imagen deliberadamente opuesta a la unidad y el impulso nacional vividos en el 78. Ni la nostalgia es lo que era. Cínico, porque es legítimo criticar al Partido Popular por el veto a renovar el Poder Judicial. Pero es cinismo de libro criticar al PP solo por eso y tener como compañeros de Consejo de Ministros a quienes califican la Constitución como “traje viejo” e instan a la presión de la calle para abolir la monarquía, o callar ante quienes repudian la Constitución con el desprecio de su deserción.
Tenso, porque ni en la fiesta constitucional se dio una tregua a la crispación, aunque solo fuese testimonial, como paréntesis y mensaje de concordia al país. En eso coinciden todos los analistas.
Y, a pesar de todo, necesario, porque si la sede de la soberanía nacional no celebra la Constitución, ya me dirás, Alsina, qué queda de homenaje a la mejor Carta Magna de la historia.
Al final valió la pena hacerlo, aunque solo fuera para escuchar a Meritxell Batet pedir que se recupere la lealtad constitucional. Si hay que pedir que se recupere esa lealtad, es que se perdió.