Para lo que esperábamos hace dos años, mi balance no es entusiasta, pero tampoco desastroso.
Nacía un gobierno que arrancaba de la falsa promesa de que nunca habría esa coalición, con lo cual entrábamos en el reino de la mentira. Y, entre uno que faltaba a su palabra y otro que se proponía desmontar el régimen, huir del país era una hipótesis de trabajo. Después resultó que el poder templa y se rompieron menos trastos.
Gobernar es aburrido y Pablo Iglesias se aburrió. Hacer oposición eficaz es difícil y la derecha no sabe si quedarse con Casado o Abascal. Y la izquierda más izquierda se agarra a Iván Redondo cuando anuncia la presidencia de Yolanda Díaz.
A efectos de país, mi balance es: una gestión económica tensa por el choque de las vicepresidentas, correcta en los grandes números, brillante en empleo, pero decepcionante en que hoy tenemos más personas en riesgo de exclusión social. Una oferta de diálogo sedante en Cataluña que no acaba de resolver. Un incumplimiento casi obsceno de las promesas de transparencia. Unos juegos muy peligrosos con la memoria democrática; más que nada, por injustos y partidistas en el juicio de la transición. Se demoniza la transición para deslegitimar el actual sistema constitucional. Y una política de manual de resistencia:todo se hace para durar y se consigue. Incluso con fortaleza.
Pero es la fortaleza de los que quieren arrancar algo de las ubres del Estado. Me sigue faltando el discurso de un auténtico proyecto nacional.