No siempre, director. A veces magníficas leyes, necesarias leyes, urgentes leyes, no llegan a nacer por discrepancias ideológicas, por enrocamiento de los partidos, por intereses oportunistas o simple fariseísmo. Pero hablemos de la Ley de Protección a la Infancia.
La agresión sexual a niños es uno de los delitos más repulsivos. Me da igual que se efectúe en el ámbito de los colegios, de los curas o en el recinto familiar. Estremece la cantidad de casos que hay que contar a diario y los que no podemos contar porque no los conocemos. Instituciones como la Iglesia están manchadas por historias tenebrosas de abusos a lo largo del tiempo y de decenas de países con ocultamiento, es decir, consentimiento de la jerarquía. Horrorizan esos padres –uno de ellos conocido ayer mismo-- que han estado abusando de sus propias hijas, normalmente niñas muy pequeñas, durante años. Y horroriza mucho más que algunos de fueron consentidos por sus madres.
Todos son auténticos crímenes que estaban tipificados, pero que se denunciaron tarde porque las víctimas no se atrevieron, o no quisieron pasar la vergüenza del señalamiento, o la prescripción era demasiado rápida. Prever eso y castigar eso me parece de lo más urgente. Que se haga por amplio consenso me parece de lo más decente. Que se haya tardado diez años es difícil de entender, pero celebremos que se haya conseguido. Y añado como reclamación: proteger a la infancia no es solo protegerla del abuso sexual.