Fernando Ónega reflexiona en Más de uno sobre la decisión judicial que determina que la familia Franco debe devolver el Pazo de Meirás al Estado y considera nula la donación al dictador en 1938.
Hay dos Meirás en la historia: el que se llamaba Torres de Meirás y era propiedad de doña Emilia Pardo Bazán y el que se empezó a llamar Pazo del Caudillo y acabó tomando el nombre de Pazo de Meirás.Como casa de doña Emilia, el valor es sentimental y yo daría una parte de mi vida por su biblioteca. Como residencia de verano de Franco, ha sido como un palacio de El Pardo-bis, donde lucieron más las espadas que los libros. Estéticamente es bello, como todos los pazos, pero tampoco es El Escorial, ni siquiera el Pazo de Oca ni el cercano de Mariñán. Está, eso sí, en un lugar privilegiado, uno de los más hermosos de mi tierra, donde resplandece el verde, se oye el Cantábrico y se escuchan los rumorosos del himno del Fogar de Breogán.
¿Valor simbólico? Relativo, porque no es escenario de leyendas mágicas, ni del desmoche de los Reyes Católicos, ni de grandes hazañas, como no acudamos a la ocupación por las fuerzas francesas en 1809. El valor nuevo empezó hace quince años, cuando un grupo de activistas reconstruyeron la crónica de cómo el Pazo llegó a las manos de Franco, la mayor cacicada de la historia, con sus donaciones forzosas, el culto al dictador y el servilismo a las ambiciones del matrimonio caudillesco. Desde ayer es otra cosa. Es la pedrada judicial al franquismo que sigue al desalojo del Valle de los Caídos. Es el descubrimiento y condena de los abusos de poder. Y por todo ello quizá se convierta en un nuevo lugar de peregrinación.