La situación de Boris Johnson es patética para el Reino Unido y pintoresca para el resto del mundo. Patética, porque muestra la peor cara del poder: la del político que se agarra al sillón y a sus privilegios, que ha mentido y pedido excusas falsas, que se chulea de la crisis que él mismo provoca y alimenta, desoye a todas las voces que le aconsejan o exigen que se vaya y sería capaz de provocar la ruina del país con tal de seguir de primer ministro.
Pintoresca para el resto del mundo, porque informativamente se convierte en un espectáculo como el campeonato de Wimbledon, pero sin la grandeza del deporte limpio y heroico como el practicado ayer por Rafa Nadal.
Llega un momento, y estamos en él, en que solo falta que las casas de apuestas abran la ventanilla para apostar. Y lo peor de todo es que en el Reino Unido no se plantea un combate ideológico, ni un juicio por una obra de gobierno, sino una pelea contra un gobernante engreído y frívolo, que cree en la ética y la épica de la resistencia e hizo del número 10 de Downing Street la Numancia de su tenacidad.
Se dice que se cambiarán las normas para hacer posible su expulsión. También es feo. Acéptese como única solución, pero quede como lección política para todos los países del mundo: ninguno está libre de que un obseso por el poder se quiera eternizar en él. Y quien hace eso, ignorando todos los mandatos, no es exactamente un demócrata; es un caprichoso con posibles genes de dictador.