Las vacunas iban a ser la gran solución y todavía lo serán, pero de momento se ha convertido en una guerra. Y, como en todas las guerras, se están utilizando los procedimientos más innobles: el trato de privilegio a los países donde se produce la vacuna; la venta al mejor postor y con aires de estraperlo, como si las dosis fuesen armas, o el uso de los contratos como escudo para defenderse de evidentes irregularidades.
La Unión Europea no es que fracase o deje de fracasar. Es que queda como el tonto del pueblo que no supo negociar, que llegó tarde a contratar y con unas instituciones poco útiles en las emergencias, a las que resulta fácil engañar y que resplandecen por su debilidad.
No es extraño que, ante ello, los defensores del Brexit presuman de su fortuna de haberse retirado de la Unión: ahora mismo se han vacunado cinco veces más británicos que europeos. Y no es extraño que los ciudadanos más europeístas se estén preguntando de qué sirven esas instituciones comunitarias si no saben o no pueden exigir a los fabricantes de vacunas. La cuestión es grave.
Cada día que se deja de vacunar, sobre todo ahora que se está en el turno de grupos de mayor riesgo, es un día en que cientos de miles de personas tienen que ingresar en los hospitales y otros miles en los ataúdes. Y como son muchos los días y multitud los contagiados, la desidia, la ingenuidad o la incompetencia adquieren la categoría de alta incapacidad. Y para el pueblo, altísima decepción.