Don Pedro Sánchez ha hecho un uso tan prudente de sus poderes extras, que nadie diría que tuvo poderes extras. Y tiene lógica: el larguísimo estado de alarma no se aprobó para que el gobierno de la nación pudiera decretar confinamientos. Se aprobó para que pudieran hacerlo las comunidades autónomas, que tanto se quejaban de tener las manos atadas, y para que no hubiera que andar todos los días con recursos al Tribunal Constitucional.
Sánchez usó tan poco sus poderes extraordinarios, que parecía que abdicaba de la gestión de la pandemia y la encomendaba al bálsamo de la cogobernanza, tan parecida a la fórmula federal, pero sin Estado federal. Y así, asistimos al prodigio de que celebramos una Navidad donde dice la leyenda que hubo tantas formas de gestionar el coronavirus como regiones, exactamente diecisiete, y en unas, como la Comunidad Valenciana, no pudo entrar ni salir nadie más que Tamara Falcó, y en la de Madrid se abrieron los pasos fronterizos con gran algarabía.
De la confusión competencial surgió el caos y la alegría en las celebraciones, de esa comprensible expansión en honor del Niño Dios que había nacido surgió la tercera oleada, y ahora, con San José y la Semana Santa, puede venir la cuarta, que las celebraciones religiosas son proféticas a efectos de virus, olas y pandemias. La gente sabe que estamos en estado de alarma porque en las autopistas ponen a veces un cartelón luminoso que dice "estado de alarma".