Lo que me parece sustancial de la ley es que pone en manos del enfermo la decisión de morir. Hasta cuatro veces, cuatro, tiene que confirmar su voluntad de poner fin al sufrimiento, porque de eso va esta ley de eutanasia y ayuda al suicidio.
No se trata de la decisión de la familia ni del criterio de los médicos. Se trata de una decisión personal que encuadro en el marco de su libertad e incluso de la caridad de no hacer sufrir más a la familia. ¿De qué sirve prolongar artificialmente una vida, si se sabe que su destino es la muerte en una agonía lenta, en unos casos inconsciente y en otros casos dolorosa? ¿Dónde está el valor de esa vida, por mucho que se invoquen derechos y principios supremos, más propios de la religión que la dignidad de la persona? ¿Y dónde está la dignidad de una persona entubada en la cama de un hospital, con respiración y alimentación artificial, consumiéndose lentamente, sin valerse por sí misma para nada? ¿Y dónde están los sentimientos que se invocan, si la expresión final de alivio, que tantas veces hemos escuchado todos, es esa que dice: "por fin ha descansado; por fin ha dejado de sufrir"?
A mí no me pidas, Alsina, una opinión personal basada en criterios religiosos o científicos. Pregúntame solamente si yo estaría dispuesto a esa solución en un caso de gravedad extrema y definitiva. Me respuesta sería sí, y la tengo muy pensada. Por mí y por mi familia. Y estoy seguro como creyente de que Dios me comprenderá.