Este encariñamiento Sánchez-Casado puede ser todo. Puede ser, por parte de Sánchez, un aviso a Pablo Iglesias: o me dejas remodelar la coalición, o me ligo al PP y a hacer puñetas nuestro pacto. Puede ser un aviso al bloque de la investidura: o estáis conmigo en los Presupuestos, o formo una nueva mayoría. Y puede ser un guiño a la Unión Europea: estoy dispuesto a cambiar las alianzas internas para que no haya problemas para las ayudas de 140.000 millones.
Por parte del PP puede ser una maniobra electoral ante las urnas del 12 de julio en el País Vasco y Galicia, porque la crispación es enemiga del voto moderado. Puede ser un giro estratégico para cambiar una imagen que le perjudica. O puede ser que intuye, efectivamente, que es posible un gran acuerdo al que no sería ajeno Ciudadanos y que satisfaría en Europa. En cuanto a las intenciones de ambos, no descartemos que hayan sufrido un ataque de sentido común, hayan escuchado el clamor por el consenso y la unidad que se pide desde la empresa a Felipe González y coincidan en la necesidad de entenderse.
No es fácil, porque Sánchez nunca quiso nada con el PP y el PP considera a Sánchez una desgracia para el país. Pero, de momento, estos juegos con posibilidad de cambio de parejas animan el espectáculo. Y animan, sobre todo, a una sociedad harta de enfrentamientos estériles y ansiosa de acuerdos que nos permitan salir de una crisis que anuncia una formidable recesión.
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