Que la comunión sea un sacramento y que la boda también lo sea no significa que deban confundirse. Me refiero a la proliferación de primeras comuniones que degeneran en bodorrios, hasta el extremo de que a las niñas se las viste de novias. Y a los niños, de bonito.
Convendría repensar la opulencia de estas celebraciones. Y de evocar acaso su razón de ser. Que no es la exhibición ni la fiesta, sino la iniciación en un rito que implica recibir el cuerpo de Cristo.
La tradición como ceremonial codificado se remonta al siglo XIII. Y conserva en el siglo XXI una serie de peculiaridades que contradicen el jolgorio. Hay que estar bautizado. Hay que exponerse a la catequesis. Y hay que pasar por el confesionario, entre sudores y pavor a las represalias.
Tantas presiones podrían sobrentender la liberación que acompaña el trance eucarístico, pero las comuniones han degenerado muchas veces en bacanales. Se amontonan los regalos. Se come y se bebe con desmesura. Y se convierte el sacramento en la coartada de un exhibición social.
Los españoles nos gastamos un promedio de 2.500 euros en el presupuesto de la comunión. Hay familias que se empeñan. Y hay ocasiones en que los padres aprovechan el trance eucarístico en dedicarle a la niña o al niño en un día el tiempo y el entusiasmo que no son capaces de dedicarles en un año.
Cuerpo de Cristo. Amén. Convendría reparar en la esencia litúrgica y doctrinal de la fórmula. De otro modo, llegará un día en que las comuniones terminen gritando Vivan los novios.