Después de los dos años de pandemia, vuelven los pasos. El Cristo clavado en la cruz y escarnecido en una semana de potajes y torrijas. Hasta los ateos se ponen cucuruchos.
En el entierro de Durruti sonó el himno de Semana Santa. Federico García Lorca salió vestido de nazareno en el año 1929 en las procesiones de Granada, y dictaba al oído poemas para que los cantaran los saeteros al Jesús del Madero.
Toda España es un auto sacramental, con borriquitos y soldados romanos.
Las procesiones de Castilla son ascéticas, con dolorosas de turbadora tristeza, Cristos en enaguas, cirios y latigazos.
Dice Miguel Delibes que la Semana Santa de Valladolid es el recogimiento sin algarabía ni estridencia. Lo importante es el silencio: un silencio espeso, sombrío y doliente que encubre y arropa una honda emoción popular.
La Semana Santa de Andalucía, por el contrario, es báquica. Con Cristos gitanos a los que se cantan saetas y son aplaudidos como matadores de toros.
En Cuenca, las turbas, se convierten en una catársis de gritos y miserere.
Desde los tiempos medievales, saben en la ciudad levítica la hechura de la torrija: Miel y muchos huevos, rebanadas de picatostes, vino o leche con canela en rama.
Sonarán los tambores de Calanda y habrá filas de nazarenos vestidos de penitentes como los condenados de la Inquisición y los del Ku Klux Klan.
Recordemos, querido Carlos, que en el cuadro de la Santa Cena la jarra de vino está vacía.
Según el Evangelio, Cristo dio de beber a sus apóstoles y les dijo que el vino era su sangre. Por eso es oportuno hoy decir: ¡Viva el vino!