El último ejemplo lo protagoniza el muy obsesivo Carles Puigdemont, en su alocada batalla por ser investido presidente de la Generalitat de Cataluña, sin pisar ni el parlamento catalán, ni el palau de la Generalitat. Intenta convertir en normal que él gobierne Cataluña desde Bélgica.
Y ya ha conseguido un primer éxito: que esa idea insostenible, disparatada y hasta marciana se haya convertido en el motivo de sesudas negociaciones sobre cómo adaptar las leyes, y que 70 diputados voten tal cosa en una sede parlamentaria. Si lo consigue, aunque acabe siendo sólo un acto simbólico, el independentismo catalán habrá establecido un nuevo icono para la historia de la política: la decisión más descabellada jamás ejecutada.