Pero mira tú, apenas siete días después encontró la manera de prolongar su imparable decadencia. Con la noticia de su desliz fiscal colándose en los desayunos de toda España, Huerta dedicó la mañana a justificarte, Alsina, que la única culpa era la de Hacienda por cambiar de criterio.
Pues bien, por la tarde el criterio cambiado era el de Huerta, que reiteró su inocencia, clamó contra la jauría que caza brujas y presumió de transparencia. Pero dimitió.
La de Huerta es sólo la última de las muchas caídas en desgracia que se han sucedido en el último mes. Y todas, sin excepción, poseen un elemento común: los secretos acaban siempre aflorando para atormentarte. Gürtel, Cifuentes, Urdangarín, Lopetegui…
Es hasta cierto punto entrañable. Son como el niño que se tapa los ojos y cree que así nadie puede verle. Hay gente capaz de mentir, robar, traicionar y luego someterse al escrutinio público, creyendo por megalomanía o ingenuidad que nadie descubrirá su pasado.
Pero en la vida, como en el teatro, impera la máxima de Chéjov: si en el primer acto hay una pistola, en el segundo alguien abrirá fuego.