Pocas cosas me encogen tanto el corazón como el llanto desconsolado de quien le puede la emoción. Ese llanto capaz de vaciar los mares, que nace en la garganta como un rio y desemboca seco en las mejillas.
Un llanto que rompe el silencio desde el interior y brota con la rabia y la impotencia de un manantial salado. Un llanto que quiere decir basta.
Un llanto que confirma lo que no pudo ser, que rubrica un mal trago, que desenmascara la realidad envuelta en lágrimas. Un llanto que confirma la derrota, la tristeza, fruto del cansancio y la desesperanza.
Si algo me puede, me bloquea, me revuelve por dentro es ver llorar a alguien. Saber de su pena, de su derrota.
Ese llanto que le ata de pies y manos, que le impide pensar, que le vacía entero. Llanto que por otra parte desahoga sin previo aviso. Si acaso arroja algo de luz entre sus gotas y, como las sonrisas, no arregla nada, pero lo mejora todo. Un llanto que es la voz cuando la voz se quiebra.